2. Acabar con la corrupción
es muy fácil: no votar a los políticos corruptos. Pero nunca ha sido así. Se
ha instaurado el sorprendente paradigma de que la corrupción no pasa factura
electoral a la derecha, solo a la izquierda. Y nos quedamos tan frescos. Ejemplo: en Balears, después
de revelarse el mayor nido de corrupción de todos los tiempos, el PP, con un
presidente (Matas) condenado a cárcel, directores generales, alcaldes y decenas
de altos cargos condenados o imputados, consigue la más rotunda mayoría
electoral de la historia. Conclusión empírica: al menos a la mitad del
electorado (casi el 50% de votos), la corrupción le importa un pito.
3. Un segmento importante de la
sociedad sitúa en sus valores íntimos la codicia del dinero, el chanchullo y la componenda ilegal. Podemos
escribir tratados sobre causas y orígenes, pero los hechos lo demuestran. Demasiada gente está dispuesta a pagar por favores o prebendas personales.
4. Por cada político
corrupto suele haber al menos una docena de corruptores – casi siempre del mundo de los
negocios – que pasan socialmente desapercibidos.
5. A la derecha les interesa
que se crea que todos los políticos son corruptos porque con el sentimiento de la
generalización de la corrupción pueden camuflarse sin que se les señale
personalmente con el dedo.
6. Gran parte de la opinión
pública, puede que con buena fe, cae en la trampa y pone a todos los políticos
en el mismo saco sin ningún tipo de distinción
ni proporción. A efectos de reducción absurda, un pillo que roba dos manzanas
en un mercado, un contable poco escrupuloso en la administración y un asesino en serie son catalogados en el mismo nivel
de delincuencia.
7. La corrupción no se erradica con nuevas normativas ni
pactos; y mucho menos con hipócritas rasgamientos de vestiduras. Se acaba con una firme reacción del conjunto de la sociedad, una acción contundente y rápida de la Justicia y un duro castigo
electoral a los culpables. Hasta ahora eso no ha ocurrido. ¿Quizás mañana? ¡Ojalá!
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