El precio del auge de las telecomunicaciones es la
pérdida de la
intimidad.
Cuanto antes nos hagamos
a la idea, mejor.
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En
la noche del 11 de setiembre de 2001 el presidente de los Estados Unidos se
reunió con los máximos responsables del departamento de Defensa en un lugar
secreto. El objetivo era dar respuesta, en pocas horas, a la mayor agresión
exterior sufrida en su territorio desde el nacimiento del país. Tras seis horas
de reunión, la primera potencia militar del mundo no sabía qué hacer.
Se
habían quedado anticuados. El siglo XXI había comenzado y ellos no se habían
enterado. El mayor arsenal bélico del planeta se les había quedado, de pronto,
inservible. No sabían donde lanzar la bomba atómica. Décadas configurando
ejércitos con tanques, aviones, baterías antiaéreas... no servían para la
respuesta militar a su mayor agresión. La nueva arma eran las
telecomunicaciones.
Los
enemigos de los EEUU se habían colado por los agujeros de las redes digitales.
Había, pues, que repararlas y a eso se pusieron. Doce años más tarde, resulta
que han estado escuchando a Merkel cuando dice a su marido que ya regresa a
casa y que puede tirar el arroz.
No
comprendo la ingenuidad de las quejas del espionaje ¿Alguien pensó que el
desarrollo descomunal de las TIC era gratis? No podemos escandalizarnos de una
herramienta que adoramos – todos - en el altar de la civilización. Sería
como querer prohibir el uso de cuchillos porque con ellos se cometen
asesinatos. El riesgo cero hace años que dejó de existir. Y eso no ha hecho más
que comenzar. Abróchense los cinturones.
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