En un excelente artículo
dominical publicado en EL PAIS, mi periodista favorito, John Carlin, describía
cómo hubiera reaccionado su padre, escocés, ante el inminente referéndum sobre la
independencia de Escocia: “Él era un patriota que sentía orgullo por su tierra,
su historia y su cultura, no un nacionalista que define su identidad por el
antagonismo hacia el vecino y sucumbe siempre a la simpleza de creer que su
pueblo es bondadoso y bueno, el otro tóxico y xenófobo…”.
De ser catalán, el padre de
John Carlin hubiera sido catalanista; ni nacionalista ni independentista. Si yo
tuviera que explicar el catalanismo me temo que no recurriría a la vieja historia,
ni a 1714, ni a Torres i Bages, ni a las Bases de Manresa, ni a Macià en 1931.
Bastaría con recordar 1992, el año olímpico, aquel en que Catalunya quiso ser
un referente mundial en modernidad, tesón, solidaridad y convivencia. El año en
que bastaba pasearse por las calles de barrios y pueblos para sentir el pálpito
y la ilusión de un país integrador que confía en sí mismo, que está preparado
para afrontar cualquier reto y que sabe divertirse. Deambular por las calles
era oler la auténtica catalanidad, casi siempre a ritmo de… “Los Manolos”.
Como
no había crisis económica, el independentismo populista era un movimiento residual.
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