He mantenido
con Cuba relaciones casi amorosas, de las que la atracción difumina los
defectos como si de miopía – casi ceguera – se tratara. Siendo un niño de no
más de diez años, mi abuelo me condujo con misterio a una sala solitaria de su casa y de
un escondrijo camuflado detrás de un armario sacó una bandera cubana
perfectamente plegada y la extendió con
satisfacción. “Cuba es la victoria del comunismo contra la tiranía del
capitalismo explotador”, me dijo. Era dirigente del PSUC local. Y ahí comenzó mi
idilio.
De mayor, en
mis viajes a la isla caribeña, pude poner caras y paisajes reales a mis
ensoñaciones cubanas. En una selección interesada y subjetiva de lo que percibía, solo
me fijaba en los apuntes de “la victoria del comunismo” en los vistosos murales de La Habana que destilaban una efectividad política imbatible: “15.000 niños se
mueren cada día de hambre en el mundo; ninguno de ellos es cubano”.
El próximo fin de semana trataré de contar alguna historia sobre ello.
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