¿Alguien recuerda aquel final de siglo cuando Mallorca
era un bosque de grúas? Algunos albañiles ganaban 3.000 euros mensuales, los
jóvenes abandonaban en la cuneta los estudios para tomar la pala, los precios
del inmobiliario registraban subidas anuales de dos dígitos, el río las hipotecas fluía bravo y potente,
éramos la primera región en renta per cápita, el crecimiento del PIB de la
construcción aumentaba a niveles chinos y competíamos en compra de vehículos de
lujo. Quienes no emprendíamos negocios inmobiliarios éramos tontos del culo. Y
mientras la economía privada iba como un tiro, Matas impulsaba la pública como
un cañón: obras faraónicas con sobrecostes estratosféricos…
Algunos, pocos, intuíamos que el festín era insostenible,
que tenía fecha de caducidad y que al explotar nos salpicaría a todos. Ante la
invasión de empresas ajenas a Mallorca, algunos, pocos, defendíamos que venían
a esquilmar el país, que después de haber exprimido la última gota se largarían
con el saco de beneficios y nos dejarían los problemas…
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