A primeras
horas de la mañana, el gigantesco metro de Shanghai de alta capacidad va abarrotado,
como lo van los metros de todo el mundo, pero tratándose de una ciudad china
(24 millones de habitantes) mucho más. La mayoría de los pasajeros están
absortos en las pantallas de sus distintas terminales móviles pero si uno se
fija en los contenidos que tanto les fascinan constatará que la mayoría ofrecen
culebrones locales y mangas animados.
Mi amigo Fan, un chino/español, me cuenta
que en China, la gran mayoría de personas tiene escrita su biografía social en
el momento de nacer; a nadie se le pasa por la cabeza alterar el guion previsto
y asume sin frustrase una vida sosa, sin demasiadas sorpresas.
La sociedad
en ebullición económica convive con costumbres arcaicas: en la Plaza del Pueblo
de Shanghai se monta semanalmente un mercadillo de solteros donde los padres
ofrecen sus hijos/as en edad de merecer para llegar a un acuerdo de boda.
En
amplias zonas del interior del país la vida discurre con la monotonía de hace
varios siglos con primitivos paisajes solo alterados por cadenas de inmensos bloques de
pisos que acompañan la eclosión demográfica. La vigorosa sangre del yuan, que
circula por las grandes arterias financieras del país, pierde impulso a medida
que se aleja del corazón de los rascacielos de Lujiazui.
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