Llegué a
Shanghai cuando ya había anochecido; desde la estación de Hongqiao, el taxi
enfiló un complejo entramado de autopistas y no tardé en percibir las siluetas
de gigantes edificaciones vestidas de lentejuelas para la noche. Al común de los
chinos les gusta la iluminación árbol de Navidad, pero la bruma
tamizaba los reflejos y los dotaba de cierto misterio. Si se trataba de
impresionar al viajero, lo habían conseguido.
Llegué al centro de la ciudad volando por una autopista elevada sobre la Yan’an Road, y de pronto, entre dos rascacielos, ella se dejó percibir un momento irradiando sugerentes destellos led púrpura. Luego, apareció sin impedimentos, majestuosamente: era la Perla Oriental, la fastuosa torre de radio y televisión, la más perfecta combinación de arte y tecnología. Desde el extremo superior, la antena proyecta su mensaje invisible a cientos de millones de chinos. Desde el malecón del Bund, me extasié con las sugestivas evoluciones cromáticas que destilaba la enigmática torre entre una bruma cada vez más espesa y misteriosa.
Una vez en
el hotel hice lo habitual: tumbarme sobre la cama, desenvainar el mando de la
tele y pasar canales uno tras otro. Salvo un canal de la BBC, lo demás eran
decenas de canales en chino que me transportaban a los pretéritos años de TVE:
películas del año catapum sin el menor interés, peroratas durmientes, series propias con gran
indigencia de decorados y actores, jovencitos de marchamo Hello Kitty bailoteando, folklóricas
cantando y poca cosa más. Luego me dijeron que una de las series más seguidas
es un mal remedo de “Sexo en Nueva York”, pero sin sexo, en el que cuatro
chicas se “ponían” echando mano de Visa para comprar chorradas carísimas en las
más lujosas tiendas de Shanghai. Parecían, incluso, llegar al orgasmo cuando lucían
en cada mano media docena de bolsas con
las más insignes firmas.
Y entonces todo
se transformó en cruel metáfora de contradicción: ¿Tanta torre para tan desastrosa televisión?
Bastaría una antena en cualquier tejado…